martes, 28 de febrero de 2012

Agua bendita


Las lágrimas se odiaban por traidoras.
Evidencian sin quererlo sentimientos cuyo autor luchaba por guardar.
Aborrecen el día en que pudiendo ser gotas de lluvia, nacieron gotas de sal.

Las lágrimas se odiaban por mártires.
Se lanzan sin la menor ceremonia por la borda de los ojos, en actitud suicida.
Ruedan sin prisa por la cuesta de las mejillas hirviendo, sabiendo cómo termina su viaje.

Las lágrimas se odiaban por lastimeras.
Saben que hacen daño al que las deja caer, pero más al que las ha provocado.
Al alcanzar el filo de la barbilla, se liberan por el acantilado, acabando con alivio su corta y vergonzosa vida.

No todas las lágrimas se odiaban.
Algunas aceptan su destino, consolándose con el sosiego que dejan tras de ellas.
Y otras pocas, caen en la piel dejando una brillante estela de tranquilidad, con la certeza de haber nacido de la alegría.

De niña me mordió una tortuga, así que ya no puedo tomar jugo de naranja


Nací por las calles del Bernal, entre calores escalofriantes y bochornos que emanaban de los cuerpos. Nací hace 1900 oraciones, 90 palabras, 2 letras y  18 lágrimas, o sea, hace 400 risas (por aquello que alguien no sepa contar).
 Mi padre fue un matasanos, y de él recuerdo el recuerdo que tiene el agua del aceite. Mi padre fue el mejor hombre del mundo, y a él  lo amé como ama un pie a su calcetín.
Mi madre tiene lagunas en los ojos y un arcoíris en la sonrisa. Y como el tarro de miel que está muy lleno, a veces las aguas desbordaban de sus cabales y lloraba lágrimas de luz.
Desde antes de nacer mis manos estaban encadenadas. En realidad, no sólo mis manos, a lo largo de todo mi cuerpo tenía un moño hecho de dos listones de cadenas que marcaron el color mis ojos de noche, mi piel de luna, mis pies de aire, mis labios con filo y mi cadera de gitana.  Nací como el agua que cae a través del embudo  y desde entonces el viaje ha sido así. Sigo cayendo.

Helena y el mar


Vuelvo en mí. Se me dificulta abrir los ojos, pero después de intentarlo varias veces, logro hacerlo. El cuarto es el mismo de siempre, es el mío pero ahora está vacío. Faltas tú. La habitación es blanca y grande iluminada por el sol. Tal vez sea eso lo que irrita mis ojos que no dejan de lagrimear. Me levanto a cerrar las persianas. Las cosas siguen aquí, pero el cuarto está vacío. Recorro los muebles con la punta de mis dedos. Hago lo mismo con las fotos y los cuadernos. Mi cara está empapada y mi ropa comienza a mojarse también. Me vuelvo a sentar y volteo hacia tu lado de la cama. Aún está el hueco en el colchón, prueba de que éste se amoldó a tu cuerpo, como mi cuerpo al tuyo y mi vida se amoldó a la tuya. Mis ojos siguen lloviendo más y más. No quiero salir del cuarto. Soy adicta a esta melancolía que me asfixia y me pesa respirar. Vuelvo a acostarme, acaricio las sábanas. Pienso en ti como quien piensa en su nación tras años en el exilio. Inspiro, pero el único olor que permanece en la cama es el mío. Me levanto y corro al closet donde queda aún un poco de tu ropa. La huelo. Las lágrimas siguen manando y el nivel roza ya el edredón. Recuerdo el futuro que planeamos, los lugares a los que iríamos. El agua sigue cayendo y acaricia mis rodillas. Quiero verte y disculparme. Golpearte y reclamarte. ¿Por qué me haces caso cuando te digo que te odio? ¿O cuando te lanzo objetos? ¿Qué no sabes que yo siempre voy a regresar? Pierdo la fuerza y caigo al piso. En este momento, el agua besa mi cuello y yo no busco lugares más altos. Muevo la cabeza de un lado a otro, como negándolo, tratando de convencerme de que esto no es real. Pero lo es: tal vez ahora eres tú quien no quiere que vuelva. Mis ojos parecen mares inacabables que siguen desbordando, cada vez con más fuerza. Tengo un pensamiento: te buscaré. Iré tras de ti. Me decido y lo siento tan fuerte como una convicción, pero el agua amenaza con superarme. Tus ojos. Me levanto para acercarme hacia la superficie que va cada vez más lejos. Hasta que me tapa y quedo sumergida en el mar de lágrimas. Tus manos. Intento gritar, pero lo único que consigo es tragar esa agua salada que ahora me carcome las entrañas. Tu voz. Empiezo a arañarme la cara y el cuello ante la impotencia de no poder respirar. La consternación, únicamente me hace llorar más. ¡Tus labios! Comienzo a nadar. Parece imposible, pero muero por verte, disculparme, golpearte y besarte. El agua sigue subiendo. Sollozo cada vez más fuerte y seguido. Cada vez más arriba. Yo sigo nadando. Sigo luchando. Cierro los ojos con la pequeña ilusión de que esto detenga las cascadas, pero no. Nado como queriendo hacer huecos en el agua. Nado con enojo hacia mí, recordando reprenderme si algún día salgo de este lugar. Te mantengo en mente. Quiero verte, y esto es lo único que me motiva a seguir avanzando cuando todos los músculos de mi cuerpo están cansados y suplican descanso. Es entonces que mis manos tocan el techo. Sé lo que significa. Me invade una sensación de pérdida que me desgarra. Lloro por primera vez con la conciencia de que lo hago. Lloro, ahora, con la certeza de que no volveré a verte. Quiero verte. Resignada, dejo de luchar y empiezo a hundirme. Permito que la sal queme mis ojos y mi piel, que mi cuerpo descienda lentamente hasta tocar el suelo. Miro hacia un lado, donde aún queda una de tus fotos y me duele. Quiero verte, pero sé bien que no voy a salir. Quiero verte. Quería verte.

Belicia


Cuando cerré la puerta, y vi que las lágrimas en sus ojos contaban nuestra historia, supe que había tomado la decisión correcta.

María Carlota


Le tomó muchos años darse cuenta que esa soledad que no la dejaba ni tampoco acompañaba, era una especie de luto que sentía por sí misma: la que nunca deseó ser, pero fue, y la que siempre quiso, pero nunca se atrevió.


México lindo y herido


Me duele mi país, enfermo de pena.
Áridos suelos regados con sangre,
dan frutos con sabor a hierro y miedo.

Me duele mi país, carente de inocencia.
Una guerra entre niños soldados,
que soltaron una mano, para tomar un arma.

Me duele mi país, convaleciente de abandono.
Ni el abrazo de la Sierra Madre nos salva,
ahora que el enemigo ha nacido en su cuna.

Me duele mi país, con su orgullo perforado.
No hay refugio que proteja del chubasco de lágrimas,
o de la lluvia de balas.

Me duele México, el de Hidalgo, el de Juárez, el mío.
Sus armas nacionales, antes cubiertas de gloria,
ahora están expuestas al frío de la tragedia.